La Iglesia Católica es seguida por más de mil millones de personas en todo el mundo, por lo que asuntos institucionales que le son propios como el mecanismo de elección de un nuevo papa en el Vaticano cobran una relevancia mundial. Por eso, no está de más conocer este proceso —llamado cónclave— su origen y ceremonia.
Jefe de estado del Vaticano y pastor espiritual de la Iglesia Universal, comunión en la que se unen la iglesia latina —occidental— con sede en Roma y las 23 orientales, el también llamado Vicario de Cristo es elegido a través del voto de los cardenales electores, que son aquellos menores de 80 años.
Estas figuras eclesiásticas, nombradas a su vez por el papa, pertenecen a las iglesias católicas de todo el mundo, están agrupados en el Sagrado Colegio Cardenalicio y son considerados “Príncipes de la sangre”, con el título de “Eminencia”. En la actualidad, el número total de cardenales es de 253, de los cuales 113 son no electores y 140 son electores. Entre estos últimos, 110 fueron ascendidos por el Papa Francisco, 24 por el Papa Benedicto XVI y 6 por el Papa San Juan Pablo II.
A lo largo de su papado, los cardenales asisten al Santo Padre en sus labores e integran los distintos dicasterios, departamentos similares a ministerios, de la Curia romana, como se conoce al conjunto de órganos de gobierno de la Santa Sede y de la Iglesia católica. Cuando el papa muere o renuncia, son ellos a quienes corresponde reunirse en un cónclave para elegir al sucesor.
Entre los cardenales, cobra una importancia mayor el camarlengo, quien es el que se encarga de certificar la muerte del papa y administrar la conducción de la Iglesia mientras la Santa Sede se encuentra vacante. En la actualidad, el cargo pertenece al Cardenal Kevin J. Farrell, que a su vez es prefecto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida.
Como primera medida simbólica, el camarlengo también se encarga de destruir el sello papal y su anillo del pescador, símbolo de la autoridad papal que se referencia en el oficio de San Pedro, el primero en ocupar este cargo. De esta manera, se grafica el final de su papado.
Cómo es el cónclave, proceso en el que se elige al nuevo papa
El derecho canónico marca que el cónclave, presidido por el camarlengo, comenzará 15 días después de la vacante de la Sede Apostólica. Aunque el Colegio de Cardenales puede establecer otra fecha, la misma no puede retrasarse más de 20 días desde la vacante. Por ejemplo, el cónclave que eligió a Francisco se reunió 12 días después de la renuncia de Benedicto XVI, debido a que la gran mayoría de los cardenales ya se hallaba en la ciudad eterna por la inminente dimisión de aquel papa.
Actualmente, los cardenales se congregan con este fin en Santa Marta, la Domus Sanctae Marthae, un edifico similar a un hotel que fue construido en 1996, sobre la base de un hospicio utilizado para acoger a enfermos durante la quinta pandemia de cólera en Roma (1881-1896). Esta austera residencia, que en una decisión inédita fue elegida por el Papa Francisco como su residencia, es donde se alojan los integrantes del cónclave que elige al papa.
Durante este tiempo, se les prohíbe el contacto con el mundo exterior, para favorecer la reflexión espiritual de los encargados de elegir al Santo Padre, una costumbre que data del cónclave producido después de la muerte de Clemente IV (1265-1268). Luego de que pasaran dos años sin elegir un sucesor, el magistrado local ordenó encerrar a los electores, les quitó el techo —para exponerlos a los elementos— y solo permitió que les entraran pan y agua hasta que realizaran su elección, que resultó ser Gregorio X (1271-1276). Aunque en la actualidad las condiciones no son tan extremas, se busca preservar este espíritu para lograr una sucesión relativamente rápida, pero cargada de sentido espiritual.
Como se mencionó, el papa se elige a través del voto de los cardenales, que realizan la elección en la Capilla Sixtina, bajo los inmortales frescos de Miguel Ángel Buonarroti. Para resultar efectivo, el escrutinio debe otorgar a un candidato al menos dos tercios de los sufragios. Después de cada votación, realizada en secreto, se procede a la quema de las papeletas.
Las personas reunidas en la Plaza San Pedro del Vaticano observan entonces el humo procedente, que anuncia la elección de un nuevo Sumo Pontífice en caso de ser blanco, o informa que se mantiene la deliberación en caso de ser negro. Aunque originalmente se utilizaba paja seca o húmeda para producir estas tonalidades, en la actualidad se añadieron químicos para garantizar que sea visible el color, y ante la dificultad que tenían muchos para distinguir la fumata también se sumó la condición de que el humo blanco se acompañe del repique de las campanas de la Basílica de San Pedro.
Cómo es la historia de los cónclaves
Los orígenes del papado con sede en Roma llegan hasta San Pedro, discípulo de Jesús, que fue el primer papa en una época donde el cristianismo era ilegal y sus fieles, perseguidos hasta la muerte por los antiguos romanos.
Los mecanismos de elección del papa en estas épocas de la Iglesia primitiva no son claros, aunque las fuentes apuntan a que era el papa saliente quien elegía a su sucesor, como remarca la Enciclopedia Britannica. Posteriormente, el proceso de nombramiento del Obispo de Roma (el papa) se hizo similar al de otras ciudades: el clero local participaba como elector, y eran los obispos de jurisdicciones vecinas quienes participaban como presidentes de la asamblea y jueces de la elección.
Los resultados de estas votaciones podían ser disputados, y ya en el año 217 ocurrió un cisma —división dentro de la Iglesia—, que nombró al primer antipapa, una figura opuesta al obispo de Roma que existió al menos 37 veces entre el año mencionado y 1439.
El emperador romano Constantino legalizó el cristianismo en el año 312 y le dio a su investidura el poder de influenciar en la elección del nuevo papa. Ya en el Siglo VI, el emperador bizantino Justiniano I estableció que el papa electo no podría ser consagrado sin la confirmación imperial. Posteriormente, este derecho fue disputado por los distintos reyes occidentales, como una prerrogativa que resaltaba su poder sobre lo que por entonces se conocía como la Cristiandad.
De esta forma, la unidad de la Iglesia se preservaba o entraba en peligro según las capacidades políticas que mostraran los Sumos Pontífices, y parte de la solidez necesaria para predicar sobre los fieles debía ser dada no solo por Dios, representado en las figuras eclesiásticas, sino por los monarcas más poderosos de Europa.
En este sentido, es importante entender que el trono de San Pedro tenía su sede en Roma, lo cual también daba a esta ciudad y a Italia una importancia espiritual que, tras la caída del Imperio Romano, superaba sus capacidades militares, políticas y económicas. Por eso, para muchos, la existencia de una autoridad autónoma considerada divina en la península itálica podía rivalizar con sus propias aspiraciones, y se buscaba cooptar la decisión de los cardenales para adaptarla a la voluntad del monarca que pudiera sumar —o pagar— más voluntades entre los electores.
El poder que los emperadores vecinos tenían sobre el papa se evidenció en el siglo XIV, cuando durante casi 70 años la sede del papado se trasladó de Roma a Aviñón, en la región francesa de Provenza, un período en el que hubo siete papas de esa nacionalidad, pero también se afianzaron las ambiciones y poder de los cardenales, en su mayoría italianos.
Tras el regreso a Roma en 1377, subsecuentes reformas buscaron limitar el poder de los emperadores en la elección papal, pero la importancia que los poderes europeos daban a este cargo, sumado a la creciente influencia de los cardenales, derivó entre 1378 y 1417 en el llamado Cisma Occidental, donde existieron hasta tres papas rivales, cada uno con su propia feligresía, su Colegio Sagrado de Cardenales y sus propias oficinas administrativas.
El desprestigio público de haber tenido diferentes representantes de una Iglesia considerada Universal denunciándose unos a otros y actuando en función de los intereses de los monarcas que los apadrinaban dañó gravemente a la institución, y llevó a buscar maneras de fijar el procedimiento del cónclave. Esta tarea la culminó Pío IV (1559-1565), que codificó todas las leyes sobre el tema promulgadas desde los tiempos de Gregorio X (1271-1276).
Estas y otras modificaciones dieron paso, a principios del Siglo XX, a las reformas que rigen los cónclaves modernos. En concreto, Pío X (1903-1914) abolió las potestades que los reyes europeos habían tenido para vetar a los papas, centralizando el poder de decisión en el Vaticano. Más adelante, Pío XII (1939-1958) promulgó la constitución que instauró la mayoría de dos tercios para la elección de un nuevo papa, y Pablo VI (1963-1978), estableció que los cardenales mayores de 80 años no podrían ser electores del papa. También se limitó el número de participantes a 120, aunque el derecho canónico actual contempla que este número, en última instancia, es decidido por la voluntad del Sumo Pontífice saliente.